Se me ocurre entonces la confección de unas brochetas, exentas de todas las recetas clásicas. Corto en dados la carne de cerdo, comida tradicional en Cuba, costumbre, por cierto a la que no puedo renunciar, la adobo con sal, limón, nuez moscada, azúcar, una hoja de laurel y la sello, incorporo luego el aliño para terminar su cocción y la coloco en palillitos en los que incluyo trozos de piñas y cebollas, alimentos recomendados por los médicos por sus múltiples beneficios para la salud.
Terminó mi receta sofriendo las brochetas en mantequilla y aderezándolas con vino seco, fórmula con la que cualquier chef se podría alarmado las manos en la cabeza y los nutriólogos probablemente no estarían de acuerdo, pero con este plato por vez primera mis hijos cataron alimentos antes rechazados y la cena se convirtió en una fiesta para saborear en grande.
Me extrapolo entonces a cuando era niña y recuerdo a mi madre en su afán de preparar mis alimentos en los que no omitía el nabo, las lentejas, la zanahoria, la acelga y otros muchos ingredientes pensados para hacer que creciera sana y fuerte.
Descubro entonces la magia heredada de generación en generación y reconozco que más allá de creatividad familiar a la hora de confeccionarla comida de los hijos el ingrediente principal es una pizca de amor.