La expedición del Virginius

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Fue una atrocidad del poder colonial en Cuba, aunque cierta historiografía hispana aún trate de justificarla. El brigadier Bernabé Varona (Bembeta) era el jefe de tierra de la expedición. Sorprende que lo acusen de ejecutar sumariamente a 50 voluntarios catalanes, apresados lavando su ropa en estado de indefensión absoluta, y que en el mismo texto se reconozca que jamás estuvo involucrado en acto de crueldad alguno.

Es más, luego trascendió que oficiales españoles que alguna vez fueron prisioneros suyos, pidieron clemencia hacia él en consideración del trato humano y caballeroso recibido. El Capitán General Joaquín Jovellar remitió detalles a Madrid de la captura de la expedición del Virginius el 31 de octubre de 1873. El Ministerio de la Guerra respondió que no se aplicara la pena de muerte sin el consentimiento del gobierno español.

Unos dicen que el telegrama de allende de los mares llegó con retraso. Otros creen que el brigadier Juan Nepomuceno Burriel, el jefe de la plaza de Santiago de Cuba, adonde fueron conducidos los 150 prisioneros, jamás estuvo dispuesto a obedecer órdenes de un gobierno republicano. (Es famosa la frase del presidente Emilio Castelar, de que por lo visto aquella gente quería una Cuba más española que España.) Y con muchísima premura actuó aquel consejo de guerra sin la más mínima garantía.

En el Diario Perdido de Carlos Manuel de Céspedes transita la noticia como debió de circular en las líneas insurrectas. Son páginas donde se yuxtaponen el dolor por la pérdida y el sufrimiento que le infligen quienes acababan de deponerlo de la Presidencia de la República en Armas.

El 21 de noviembre, tres semanas después de la captura, el Padre de la Patria consignó que “ya ha sido fusilado un número espantoso, siendo de los primeros mi pobre hermano Pedro, como me lo sospechaba”. Solamente unos días antes, ante las evidencias, había escrito: “¡En fin, sea por Cuba! Nadie tiene más derecho a padecer por ella que mi familia”.

No era esa la primera aventura del Virginius, siempre en los proyectos del agente especial de Céspedes en el extranjero, el Mayor General Manuel de Quesada. El 21 de junio de 1871 llevó su primer cargamento de hombres y de armas a Cuba por Chivirico, en la actual provincia de Santiago de Cuba. El segundo se verificó por la ensenada de Mora, en Pilón, en la Granma de hoy.

En alguna que otra ocasión, estuvo a punto de ser apresado por navíos españoles. Algunos investigadores sostienen que hubo mucho de temeridad o exceso de confianza (o ambas cosas juntas) en los organizadores de la tercera expedición.

Seguramente aconteció demasiada indiscreción esa vez. Los servicios secretos hispanos, sin falta eficientes, recababan información sobre la gente dispersa por el Caribe y por los Estados Unidos, sabedores de la empresa próxima del Virginius surto en Jamaica. Por mucho que al salir puntualizaron que iban para Centroamérica, el enemigo jamás se tragó la píldora. Se dirigieron a Haití a recoger combatientes y armas, y el barco fue visitado por el público y hasta por el presidente de ese país.

A España solo le quedaba esperar y poner en alerta a sus barcos en el Oriente cubano. Y uno de ellos, el Tornado, avistó la presa. En fuga, el Virginius puso proa hacia Jamaica. Los expedicionarios echaban la carga al mar para aligerar la travesía, y de paso que el enemigo no hallara nada comprometedor en sus bodegas. Ante la caza inminente, levantó el pabellón de los Estados Unidos.

La inmensa mayoría de las referencias apuntan que la captura fue muy cerca de Morant Bay, Jamaica, en aguas bajo jurisdicción británica. Y en la tripulación había un considerable número de británicos y de norteamericanos. Trascendieron quejas de cónsules de esos países, impedidos de darles protección a sus connacionales, muchos de ellos también fusilados por la monstruosidad colonial.

Por lo visto, hubo mucho de guerra psicológica durante aquellos días en Santiago de Cuba. El proyecto macabro del señor Nepomuceno Burriel era matar a los prisioneros poco a poco, algunos cada día, y no todos de una vez. Era como certificar un cruel escarmiento distendido en el tiempo. Pero pronto la dinámica de los sucesos terminaría remontándolo.

Está claro que la noticia llegó telegráficamente a Kingston. La fragata británica Niobe entró a la rada santiaguera, y su capitán, Lambton Lorraine amenazó con bombardear la ciudad si la carnicería continuaba. El hombre le habría entregado personalmente una nota a Nepomuceno Burriel, bastante explícita y contundente. El jefe de la plaza le extendió la mano al británico, pero el gesto quedó en el aire, porque Lorraine –y así se lo hizo saber a él mismo—se negaba a saludar a un asesino. El intérprete no quiso traducir la frase.

Pero intereses políticos de las potencias involucradas en el famoso incidente del Virginius gravitaron en el desenlace. Capturar una nave en aguas británicas, arriar la bandera norteamericana e izar la española, ejecutar ciudadanos de esos países, constituía razones para una crisis internacional. Los tambores de una guerra eventual sonaron en algunos periódicos de Estados Unidos, pero seguramente para la voracidad imperial la fruta no estaba madura todavía.

El gobierno republicano español logró conjurar el enfrentamiento. Siempre se opuso a la independencia de Cuba, pero se distanció de las 53 ejecuciones confirmadas. El gobierno norteamericano, se sabe, aún apostaba a que al fin fructificaran las tentativas de compra del archipiélago. La Fiscalía General norteña decidió que el Virginius era propiedad del Mayor General Manuel de Quesada, y que por tanto le estaba prohibido portar la bandera de las barras y las estrellas.

En definitiva, el gobierno de los Estados Unidos se conformó con el pago de 80 mil dólares por concepto de indemnización. Otro tanto aceptó el Reino Unido. La diplomacia de esos países acordó conferirle un precio a las vidas de su gente, y que los sobrevivientes podían entrar a Norteamérica.

De mis recuerdos del Museo “Emilio Bacardí” en Santiago de Cuba, se halla un fragmento del muro acribillado por las balas que pretendieron una vez apagar el sueño de la independencia. Todavía cierta historiografía pretendidamente objetiva y seria califica de filibusteros a aquellos héroes. Para los hijos de guerra, la palabra del Padre aquel 21 de noviembre de 1873 en el Diario de la soledad y de la tristeza es un reclamo: “¡Pueda mi fin ser tan glorioso como el de esos valientes cubanos! ¡Honor y loa eterna a sus restos y a su noble memoria!”.

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