La cubanidad: el escudo

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En más de una ocasión, el héroe Gerardo Hernández Nordelo ha recordado que, tras 17 meses en una celda de castigo, más abajo que el famoso “hueco”, con filtraciones perennes de aguas albañales, barbudo y en estado deplorable, se puso en contacto telefónico con la entonces Oficina de Intereses de Cuba en Washington: “¿Quién habla?”, le preguntaron. Gerardo respondió: “El Conde de Montecristo”.

En lo cubano, en lo más acendrado de la cultura nacional, conviven en buen equilibrio el heroísmo y el humor. Por supuesto que altísimos valores, sedimentaron la resistencia de nuestros cinco hermanos en cárceles norteamericanas. Pero también contribuyó esa alegría consustancial del cubano, eso que suele denominarse “tirar el cable a tierra”, desconectar de lo malo.

Pero también aquel principio martiano de que “ser culto es el único modo de ser libre”. El imperio dejaba caer sobre los compañeros todo el peso de la impotencia y de la venganza por la resistencia de Cuba, y allí estaban ellos, concibiéndose su propia libertad desde la instrucción y la fibra más sensible. Seguramente que Alejandro Dumas jamás concibió la idea de que su Edmundo Dantés figuraría más de 150 años después en una página extraordinaria de amor y de acendrado patriotismo. La broma de Gerardo era la más exacta imagen de la derrota de sus carceleros.

Algo por estilo narra en su libro Ramón Labañino. Con la sentencia de cadena perpetua y 18 años más a cuestas, lo conducen encadenado en avión hasta una prisión en Texas, donde lo estaba esperando un oficial de seguridad, que le lanza la más extravagante de las preguntas: “¿Usted odia a mi presidente Bush?” La risa, la sonora respuesta del héroe, fue la que sacó del paso a aquel guardia provocador. “La cubanía –dice Ramón—es mucho más que una palabra. Es una postura ante la vida. Uno se sabe cubano cuando empieza a reírse de su propia desgracia”.

En la epopeya cubana, eso resulta un suceso constante. Flor Crombet, por ejemplo, bromeaba con su labio roto por un balazo. “Ese es el beso de Cuba”, decía. ¿Y qué cosa era aquello de José Maceo, de cargar al machete contra “los panchos”, mientras una banda musical cubana interpretaba pasodobles? El humor de Pablo de la Torriente Brau, transita por su periodismo. Lo conducían preso al Presidio Modelo de la entonces Isla de Pinos, pero ni la policía ni los jueces al servicio del tirano Machado, pudieron coartarle la alegría. “¡Qué jodedor es ese Torriente!”, repetía el capitán de la nave que lo conducía al cautiverio.

Esa capacidad de reírnos de nuestras precariedades, parece sembrada desde hace mucho en la identidad de millones. No olvidemos al bromista Camilo Cienfuegos, considerado por el Che el mejor guerrillero que dio Cuba, y que llegó a ser el jefe del Ejército Rebelde. De esa cultura que Fidel nos reclamó salvar, primero que nada, debemos preservar esa costumbre de ser alegres. Nassiry Lugo nos alertaba en su conocida pieza musical contra “la mala leche”. Ninguna dificultad puede justificar la grosería, ni la pérfida intención de fastidiar al prójimo, de complicarle el día.

La doctora Rosario Novoa lo decía a su manera. En un rapto de valor se entrega la vida, pero se necesita una cuota mayor para la gesta cotidiana. Y durante más de 60 años, los cubanos libramos una guerra en todos los órdenes con todo ese valor, pero también con ese vino del espíritu del que escribió José Martí: la alegría. En ese Evangelio vivo se encuentra la fórmula para renovar esta empresa enorme, de pertenencia plural, que triunfó en enero de 1959. Gerardo Hernández Nordelo y sus hermanos héroes lo saben mejor que nadie. Ellos refrendaron esa arma con un hogar en la cultura cubana, con la cual podemos hasta disipar bloqueos y amenazas.

 

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