Fidel en 1955. Única opción, la del 68 y el 95

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Fidel Castro y un grupo de revolucionarios en el exilio en México.
Un jueves normal en el aeropuerto José Martí de Rancho Boyeros, en el momento en que se anuncia la inminente salida de un vuelo. Un joven abogado, alto y robusto, vestido de un muy usado traje gris de invierno, se despide de dos de sus hermanas. Era el 7 de julio de 1955. El día anterior, la embajada mexicana en La Habana había expedido la visa 2963 de turista, válida por seis meses, a su nombre, Fidel Alejandro Castro Ruz.

Varios agentes, disfrazados de civiles, aunque no podían ocultar su porte policiaco, vigilaban al grupo en torno al joven abogado, al que ahora se habían sumado varios abogados procedentes de la Ortodoxia y mujeres del Frente Cívico Martiano. Mientras la nave despegaba, el moncadista Jesús Montané recorría varios órganos de prensa y les entregaba las declaraciones de despedida de Fidel.

Explicaba en ellas el líder de la Revolución: «Me marcho de Cuba, porque me han cerrado las puertas para la lucha cívica. Después de seis semanas en la calle, estoy convencido más que nunca de que la Dictadura tiene la intención de permanecer veinte años en el poder disfrazada de distintas formas, gobernando como hasta ahora sobre el terror y sobre el crimen, ignorando que la paciencia del pueblo tiene límites. Como martiano pienso que ha llegado la hora de tomar los derechos y no pedirlos, de arrancarlos en vez de mendigarlos. Residiré en algún lugar del Caribe. De viajes como estos no se regresa o se regresa con la tiranía descabezada a los pies».

Días antes del viaje, la revista Bohemia lo había incluido en una encuesta sobre el regreso de Carlos Prío, derrocado de la presidencia tres años atrás por el golpe de Estado perpetrado por Batista. Fidel profetizó la vida del exmandatario bajo la tiranía: «¿Lo dejarán hablar a él, lo dejarán comparecer ante un programa de televisión, le permitirán escribir, le darán oportunidad de realizar actos públicos?».

En otro momento del diálogo periodístico, al referirse a la falta de libertad y ausencia de garantías ciudadanas en el régimen tiránico, Fidel puso el ejemplo de su hermano Raúl, quien había tenido que tomar el camino del exilio, acusado «por haber puesto una bomba en un cine de La Habana, cuando se encontraba a mil kilómetros de distancia, junto a mi padre enfermo, en la provincia de Oriente».

Ante otra interrogante, respondería: «Ya no creo ni en elecciones generales. Cerradas al pueblo todas las puertas para la lucha cívica, no queda más solución que la del 68 y el 95. Hay que reparar el ultraje que significa este régimen para todos los que han caído por la dignidad de Cuba, desde Joaquín de Agüero hasta Jorge Agostini».

Ese mismo 7 de julio de 1955, Fidel llegó a suelo mexicano y al día siguiente, ya en el Distrito Federal, se abrazaba con Raúl. Sus primeros contactos fueron con exiliados cubanos, entre ellos Ñico López. A través de estos, en el pequeño apartamento de María Antonia González, una patriota cubana residente en México, conoció a un médico argentino, Ernesto Guevara de la Serna.

El Che recordaría años después: «Nuestra primera discusión versó sobre política internacional. A las pocas horas de la misma noche –en la madrugada– era ya uno de los futuros expedicionarios».

Días más tarde, acompañado de un amigo, el líder de la Revolución marchó al encuentro del militar republicano español Alberto Bayo, a quien comprometió a enseñar la táctica de guerra de guerrillas a los futuros expedicionarios. Su idea era que los entrenamientos comenzaran de inmediato.

Por aquellos días, Che confesaría a su compañera y luego esposa Hilda Gadea: «Tenía razón Ñico cuando nos dijo que si algo bueno se ha producido en Cuba desde Martí es Fidel Castro, él hará la revolución. Concordamos profundamente, solo a una persona como él estaría dispuesto a ayudarla en todo».

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