El padre de la patria

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Carlos Manuel de Céspedes
Carlos Manuel de Céspedes
Carlos Manuel de Céspedes
Carlos Manuel de Céspedes Foto: CubaTv

La propaganda española sencillamente lo demonizó. Vuelvo a aquel libro publicado por autores integristas en el año 1869, donde lo acusaban de los peores crímenes: hombre de travesura, bígamo, que en un rapto de cólera monstruosa habría dado de bofetones a su madre y disparado un tiro a su padre. Y reiteraban la conocida inculpación de hombre arruinado, que para no pagar sus deudas, dio el golpe de mano del 10 de octubre de 1868 en el ingenio Demajagua.

Pero Céspedes también tendría críticos y enemigos terribles entre sus compañeros de ruta. Durante las reuniones preparatorias, se advertían dos líneas fundamentales: la de aquellos que proponían esperar una zafra más, para ir a la guerra en mejores condiciones materiales, y la de los otros más decididos, que pensaban arrebatarle las armas y los recursos a España. Carlos Manuel pertenecía a esta última tendencia.

Martí diría luego que de Céspedes, el ímpetu. En otros actos posteriores de los caudillos, las opiniones estarían divididas. Lagunas de Varona, por ejemplo, tendría muchos adeptos, pero igualmente otros tantos detractores. El Grito en Demajagua no. Fue un momento crucial que no permitió fisuras, ni indecisiones. Quien no lo compartiera, no hallaría un espacio en la epopeya. Sería el caso de Belisario Álvarez, que terminó traicionando y pasándose al enemigo.

En el período precedente, Francisco Vicente Aguilera fue el jefe, pero ya Céspedes, despuntaba como el líder. Aguilera, quien no era de los más decididos, en un gesto de magnanimidad, terminó acatando la autoridad del abogado bayamés. Pero con otros tantos no pasó lo mismo. Está la temprana intentona de Donato Mármol, que al final no poseería otras consecuencias.

Estaba el grupo camagüeyano, nada dispuesto a aceptarlo como comandante supremo de la insurrección. Antes de llegar a Guáimaro, se verificaron encuentros con Ignacio Agramonte. Hasta le regaló un sable al joven abogado principeño, pero las suspicacias no desaparecieron. Sus adversarios criticaban que se autoproclamara Capitán General en Bayamo, el mismo título de la máxima autoridad española en el archipiélago. Algún tiempo más tarde renunciaría a denominarse de esa manera.

Seguramente que conocían el tipo de hombre que enfrentaban: tenía tal vez el mayor expediente en la policía colonial, por sus habituales encontronazos con la autoridad integrista, con arrestos y destierros. En Palma Soriano se conserva la casa donde fue confinado más de diez años antes del estallido, y la tradición oral hasta señala el recodo del río contiguo al pueblo donde nació la Oda al Cauto. Sí, era –como afirma su biógrafo Rafael Acosta de Arriba—el perfecto criollo, de deportes, de fiestas, el galán seductor de damas, pero también de célebres duelos a espada y a pistola, dentro y fuera de Cuba.

Agramonte terminaría retándolo para un lance que ambos decidieron postergarlo. Céspedes lo había depuesto del mando en Camagüey, y le escribió una carta donde aclara que de su bolsillo saldrá el salario de Ignacio. (“A Céspedes se le fue la mano en eso”, sostiene Acosta de Arriba.) El joven lo tomó como una evidente falta de respeto, en una exaltación que aún resuena en la historia de Cuba.

En su biografía novelada El Mayor, la ya fallecida escritora cubana Mary Cruz especulaba sobre aquella relación difícil. Pensaba ella que si se hubieran conocido en otras circunstancias, a pesar de las diferencias de edad y de percepciones del mundo, tal vez llegarían a ser amigos. Jamás lo fueron. Luego Céspedes lo repuso en el cargo, y Agramonte no permitió que se murmurara contra el presidente en su tropa.

A Guáimaro llegaron por los auspicios conciliadores de Ignacio Mora Pera, el esposo de Ana Betancourt, un hombre de prestigio entre los camagüeyanos, pero de una madurez de pensamiento y generacionalmente más cercano a Céspedes. Y allí, en el nacimiento de la República en Armas, el hombre del ingenio Demajagua ofrece uno de los más hermosos ejemplos de grandeza, cuando le entregan una presidencia reducida a la más mínima expresión. Cede en todo por la unidad, hasta en su carácter como escribió el Maestro.

No sería tampoco el único instante de gloria. Es famoso el affaire con el Caballero de Rodas, cuando el jefe español pretendió humillarlo, prometiéndole la vida de su hijo Amado Oscar si abandonaba la lucha. Respondió que él era el padre de todos los que se inmolaban por la independencia. En aquel momento ciertamente terrible asumió como hijos hasta a aquellos que no lo querían. Tendió la mano generosa en medio de su angustia, y sin embargo, por bajas pasiones sus enemigos no supieron o no quisieron corresponderle el gesto.

Los camerales no se cansaron jamás de conspirar contra aquel hombre, cuya salud se quebrantaba en la manigua, que iba perdiendo poco a poco la visión, y que sufría ataques de migraña. Tocaban a las puertas de altos oficiales en busca de apoyos para derribarlo. El efectivo apoyo les llegó de la mano del General Calixto García Íñiguez, quien acudió a Bijagual de Jiguaní con 1 500 fusiles para apoyar la componenda contra Céspedes.

Y en la caída, el héroe vuelve a ser inmenso otra vez. A los oficiales fieles les pide aceptar aquel acto de injusticia, ilegal además. (Jamás hubo quórum suficiente para deponerlo.) Dijo que por él no se derramaría ni una sola gota de sangre cubana. Su acérrimo enemigo, quien le sustituyó en el cargo, Salvador Cisneros Betancourt, acudiría un año y medio después a Máximo Gómez, para que intercediera con la gente de Lagunas de Varona y no perder la presidencia que en octubre de 1873 ganó de contrabando.

 

Días después del despojo, supo del asesinato de su hermano Pedro María, tras la captura del Virginius. Entonces Céspedes dirá que ninguna familia tendría más derecho que la suya para el sacrificio. Y trataron de destruirle la dignidad. Lo humillaron alevosamente, le negaron el pasaporte para viajar al exterior, lo obligaron a marchar con personas que lo despreciaban. Lo confinaron en San Lorenzo, y lo privaron hasta de la seguridad. Todavía se especula si quien llevó al Batallón de San Quintín al punto exacto donde estaba, era un ex esclavo de Cisneros Betancourt.

Solo, absolutamente solo, libró su combate postrero por aquellas serranías. No son pocos los historiadores que creen que fue el resultado de una traición. El biógrafo Rafael Acosta de Arriba piensa que por los problemas en la visión, el héroe se desorientó en aquel instante, y tomó el camino que conducía a un barranco. Corriendo, a ratos se volvía y disparaba con su revólver contra sus persecutores. Él siempre afirmó que cinco cartuchos serían para los españoles, y el sexto lo dispararía contra sí mismo. A lo mejor por eso se sostiene que antes de caer por el abismo, abatido a quemarropa por el sargento Felipe González Ferrer, trató de suicidarse.

Allá abajo cayó el hombre con el corazón roto por la bala enemiga, el mismo que le habría dictado vibrantes versos para el futuro, que fue canción heroica, que guardó tantas querencias a pesar de tantos sinsabores. Lo reconocemos el Padre de la Patria, y paradójicamente, poco se sabe de su pensamiento, de sus cualidades de estadista. Algunos califican de agujero negro en la historia de Cuba lo ocurrido a Carlos Manuel de Céspedes. Para sus hijos de siempre, queda un capítulo doloroso de deslealtad, y la amarga experiencia de lo que significa abandonar a un padre

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